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¿Puede romperse España? Una breve reflexión sobre la política española y el órdago secesionista
La indisoluble unidad de la Nación española es algo que ha estado fuera de duda entre los constitucionalistas durante siglos.
Sin embargo, en 1939, cuatro miembros del Tribunal Constitucional, Otto Hahn, Fritz Strassmann, Lise Meitner y Otto Robert Frisch, demostraron que España sí se podía romper al bombardear el núcleo con neutrones.
Aquel descubrimiento les inquietó tanto que preguntaron a Niels Bohr, el Fiscal General del Estado, si debían publicar los resultados en el BOE. Bohr —firme defensor del Estado de Derecho— dijo que sí, que como demócratas tenían la obligación de publicarlo, pese a los usos partidistas que podían darse al descubrimiento.
En cuanto se hizo público, el debate parlamentario se encendió. Tanto el PP como el PSOE se negaron a discutir tan siquiera la idea de bombardear el núcleo de la Nación española con unos pocos neutrones. Es más: muchos pusieron en duda el descubrimiento de Hahn, Strassmann, Meitner y Frisch, y estos dos últimos fueron apartados del Constitucional, acusados de prevaricación, y tuvieron que huir a Holanda.
Las encuestas del CIS dejaban claro que la ciudadanía era reacia a experimentos con neutrones. El 67% de los españoles pensaba que debían prohibirse y —esto es lo más sorprendente— ocho de cada diez no creían en la existencia de los neutrones.
En 1942, Enrico Fermi, diputado del PNV, presentó en el Senado el primer reactor nuclear artificial capaz de dividir España. La Cámara alta votó en contra y el reactor fue confiscado y desactivado. Pero ya no había vuelta atrás.
El panorama político se sacudía, y los dos grandes partidos seguían negando la evidencia. El nivel de popularidad del presidente del gobierno, Ernest Rutherford, caía en picado.
Aquello propició la irrupción meteórica de Podemos, una formación asamblearia, liderada por el joven físico Leó Szilárd, que, con un discurso que algunos calificaron de “populista” o “alarmista”, proponía bombardear el núcleo atómico de la Nación para regenerar España de abajo a arriba y acabar con la amenaza de La Casta.
Varios Intelectuales —entre ellos Albert Einstein— se adhirieron al manifiesto de Podemos, en el que se reclamaba devolver la soberanía atómica a la ciudadanía mediante la Democracia Real para acabar con el peligro de que La Casta se adelantara en la carrera nuclear política y aplastara al pueblo con su bota autoritaria.
Mientras tanto, en Cataluña, el presidente de la Generalitat, J. Robert Oppenheimer, capitaneaba el Proyecto Manhattan: el órdago independentista que tenía como propósito construir un mecanismo de fisión en cadena del núcleo de España. En poco menos de tres años se consiguió algo que parecía ciencia ficción: romper el núcleo de la Nación española gracias a una masa crítica de uranio y catalanes. Sobre el papel, la teoría parecía funcionar. No hubo demasiados conflictos morales o éticos.
Según la opinión general, tanto para españoles como para catalanes, el Proyecto Manhattan era una cuestión de supervivencia. Los más alarmistas creían que la reacción en cadena producida al romperse la unidad Nacional podía descontrolarse y provocar la destrucción de la atmósfera y que los catalanes murieran en la pobreza.
Entre los partidarios más entusiastas del uso unilateral de la división de España estaba el líder de Esquerra Republicana de Catalunya, Edward Teller, que ansiaba ocupar el Palau de la Generalitat y empezar a trabajar en la fusión atómica, quizá de cara a unos hipotéticos Países Catalanes, que incluyeran a todos los territorios de catalanoparlantes.
También hubo defensores de una tercera vía: no hacía falta dividir el átomo de forma unilateral e irreversible; bastaría con convocar al presidente del gobierno español a una demostración de la tremenda energía liberada tras la secesión y sentarse a negociar un nuevo marco de física teórica que reconociera la Supersimetría, las P-branas, las cuerdas y 11 dimensiones.
Pero la decisión era irreversible.
El 9 de noviembre de 2014, en el desierto catalán de Alamogordo, Oppenheimer, multitud de asociaciones, voluntarios y 2 millones de ciudadanos iban a probar, por primera vez en la Historia de la humanidad, una fisión en cadena del núcleo de la indisoluble unidad de la Nación española —el test Trinity— para calcular la energía en kilotones liberada por aquello en lo que habían estado trabajando implacablemente desde hacía más de tres años.
El futuro de la indisoluble unidad de la Nación española estaba en juego.
Cuando se produjo la detonación, se cuenta que a Oppenheimer le vinieron a la mente los versos del Canigó de Jacint Verdaguer:
“Ara he esdevingut la Mort,
destructora d’Espanya.”
Bertrand Russell, The Proposed Roads to Freedom (1918)
Majority rule, as it exists in large States, is subject to the fatal defect that, in a very great number of questions, only a fraction of the nation have any direct interest or knowledge, yet the others have an equal voice in their settlement. When people have no direct interest in a question they are very apt to be influenced by irrelevant considerations; this is shown in the extraordinary reluctance to grant autonomy to subordinate nations or groups. For this reason, it is very dangerous to allow the nation as a whole to decide on matters which concern only a small section, whether that section be geographical or industrial or defined in any other way.
—Bertrand Russell, The Proposed Roads to Freedom (1918).
La mirada de Pere Navarro
El Pere Navarro em cau simpàtic. Em sembla un personatge extraordinari. Un personatge de ficció, vull dir. M’hi sento identificat. M’encantaria escriure una novel·la on ell fos el narrador perquè l’efecte humorístic seria devastador. Miraré d’explicar-ho.
Tinc la sensació de que no entén res. És a dir, segur que ell té un esquema mental, unes idees, uns valors, però és evident que van cap a una direcció i el món, cap a una altra.
És l’efecte Rompetechos: no entendre les coses fa que qualsevol nimietat es converteixi en un problema. El món, involuntàriament, és un lloc hostil.
A diferència del Rompetechos, però, el Pere Navarro no s’enfada. Manté un posat de calma que el fa més graciós. Segurament es pensa que domina la situació. Però és obvi que no. Manté la dignitat perquè està convençut que va pel bon camí: que té les respostes, que té carisma, que és popular.
Un altre aspecte que em sembla meravellós: el Pere Navarro mediador, dialogant, mesurat. El personatge que imagino es veu a sí mateix com àrbitre posseïdor d’una solució satisfactòria per reconciliar dues postures extremistes. Sense perdre la serenitat entra al mig d’un conflicte i ofereix una tercera via. Tant se val si és una tertúlia política o una baralla amb navalles. Ell confia poder convèncer amb el sentit comú. Per descomptat, el desastre està garantit. Això em desmunta. Em commou. Ara mateix l’abraçaria.
Començar un debat electoral amb «Sí, miri, bona nit» ja el fa entranyable. Ja veus que està fora d’òrbita, que ha perdut abans de començar. Que no ha entès res, en definitiva.
I, per últim, el detall més tragicòmic: sembla que no té maldat ni sentit de l’humor. Bon humor, potser sí. Que de vegades pot estar alegre, segurament. Però sentit de l’humor, no. A totes les fotos d’actes públics (saludant una peixatera, dinant amb militants…) té aquell gest inexpressiu que contradiu els textos que acompanyen les fotografies: «Sense perdre el somriure», «Alegria compartida»… I ell estoic, com Buster Keaton. Superat per la quotidianitat, sense ser-ne conscient.
Imagineu una novel·la on ell fos el narrador. No caldria fer cap broma, perquè el món que ens descriuria ja seria un lloc al·lucinat i equivocat. No entendria la relació causa-efecte. A la seva mirada no hi hauria cinisme, ni perplexitat, perquè ell no s’adonaria que no entén res. Només nosaltres veuríem que tots els seus esquemes mentals es construeixen sobre errors garrafals («Hi ha militants que es donen de baixa perquè no poden pagar la quota».)
Sóc massa mandrós per escriure una novel·la així, però n’he llegit algunes on el narrador és un Pere Navarro i, creieu-me, són divertidíssimes. I també tendres i tristes.
Hitch-22, Christopher Hitchens, sobre el final de la década de los sesenta
La gente empezó a entonar estas palabras: «Lo personal es lo político». En el instante en que oí por primera vez esa expresión letal, me di cuenta, como ocurre cada vez que uno oye una chorrada siniestra, de que era —y creo que quizá el tópico sea excusable— una mala noticia. A partir de ese momento, ser miembro de un sexo o un género o subdivisión epidérmica, o incluso «preferencia» sexual, serviría para capacitarte como revolucionario. Para comenzar un discurso o hacer una pregunta desde el público, sólo sería necesario empezar así: «Hablando como…». Después podía seguir cualquier descripción narcisista. Diré algo sobre la vieja izquierda «radical»: nos ganamos nuestro derecho a hablar e intervenir por medio de la experiencia, el sacrificio y el trabajo. Nunca nos habría bastado levantarnos y decir que nuestro sexo, sexualidad, pigmentación o discapacidad eran en sí cualificaciones. Hay muchas formas de fechar el momento en que la izquierda perdió o —preferiría decirlo— descartó su ventaja moral, pero esa fue la primera vez que vi que la traición requería un precio tan bajo.
—Hitch-22, Christopher Hitchens, sobre el final de la década de los sesenta.
Política española: un rotundo quizá
En términos políticos octubre va a ser un mes calentito. Mariano Rajoy no pierde el punch. Tampoco pierde el Liebesträume. Ni siquiera el Fröjäälstoykyngä. Su vibrante y emotiva charla-coloquio en la ONU ante más de dos personas y un bedel calló muchas bocas.
Los mercados miran a nuestra patria con ojos almendrados pero con la sonrisa ancha y la lluvia en el pelo. «Son gajes del oficio», dicen algunos analistas de Pets & Olsen. Y De Guindos, por sus fueros, sigue mandando señales autoconclusivas. Un tiki-taka en toda regla.
La crisis nos ha cogido a todos bailando en la silla equivocada. Ya lo decía Fréderic Junot-Polincheau: «El mayor peligro de la crisis es que te coja bailando en la silla equivocada». Y cuánta razón tenía.
Parece ser que la banca necesita una inyección multimillonaria. Muchos ya criticamos en su momento a Fréderic Junot-Polincheau por su optimismo. Y también por su amaneramiento. En cualquier caso España es un gran tablero de tres en raya. El saneamiento de la banca es una urgencia nacional: requiere un pacto tácito à la de trois. El agujero de Bankia reclama atención. No es momento de brindis al sol.
El malestar en las calles es latente. No podemos dejar de mirar de reojo a nuestros vecinos búlgaros ni lo que pasó allí en el siglo XVI. Millares de jóvenes sin futuro lloran ante el Congreso. El divorcio entre la middle class y el espíritu de Cánovas es patente. De nada servirá el café para todos.
Fréderic Junot-Polincheau estaba en lo cierto. Hoy es denostado por los nacionalistas y, en general, por todo el mundo. Quizá por eso Arthur Mas lanza su órdago al más difícil todavía. ¿Es una maniobra envolvente? ¿Es el abrazo del oso? Quizás algún día jamás lo sabremos. Cataluña rica i plena. La política hace extraños compañeros de cama.
La conclusión está clara. Como dijo Fréderic Junot-Polincheau: «Hay que ser muy subnormal para no verlo».
Artículo publicado originalmente en El País.
Biel Perelló es Doctor en Ciencias Políticas por la International Harold Lloyd University.
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