Esa tarde tuvieron libre y aprovecharon para dar un paseo por el centro de la ciudad.
La señora Curie iba del bracito con el señor Lorentz, que iba tropezando con cada adoquín.
—Me cago en esta puta ciudad.
Detrás iban los demás, en grupitos, haciendo el idiota cada vez que Langmuir plantaba el aparatoso trípode de su flamante cámara de cine. Bohr, pese a la solemnidad de sus compatriotas cineastas, se sumó a Planck y a Heisenberg, que se dedicaban a hacer el payaso.
—Háganos algo expresionista, señor Schrödinger —dijo el señor de Broglie.
Langmuir se adelantó para conseguir buenos planos de Lorentz, que se había vuelto a dar un morrazo y había perdido el bastón.
—Me cago en esta puta ciudad.
A la señora Curie, admiradora de Buster Keaton, le entró la risa floja y le costó lo suyo levantar al anciano Lorentz.
Entraron en un restaurante (Palace des Meules aux Bruxelles, creo recordar) y pidieron mejillones con patatas fritas.
El señor Piccard empezó a ponerse de color verde después del primer mejillón, y al tercero, se puso malísimo y se excusó diciendo que necesitaba tomar el aire, así que salió a la calle, se desabrochó la pechera y se tiró al suelo.
La señora Curie empezó con la risa floja otra vez:
—Tengo una anécdota. En el congreso de 1911 también fuimos a cenar mejillones con patatas fritas, por supuesto, y el bruto de Poincaré, cuando ya nos íbamos y le pregunté qué tal los mejillones me contestó que bien, pero que la cáscara un poco dura.
Hubo risas y a alguien se le escapó un pedo, aunque seguramente nadie lo oyó. Bohr y Einstein desde luego que no, porque volvían a discutir vehementemente mientras engullían mejillones.
Despertaron a Lorentz, que se había quedado traspuesto y decidieron irse porque llegaban tarde a la fiesta de disfraces en el palacio de Léopold Park.
—Piccard, por el amor de Dios, ¿qué hace tirado en la acera?
—Gmblmememegl —se excusó éste y tuvieron que llevarlo hasta el palacio cogido por los sobacos.
***
Ya eran más de las doce y al día siguiente tocaba madrugar.
—Señores, aquí concluye la fiesta de disfraces: cerramos el chiringuito —anunció el maitre.
Así que fueron saliendo ordenadamente, chocando con los muebles, en un estado de ebriedad lamentable, con los disfraces hechos harapos.
—Bohr. ¿Dónde está Bohr? —preguntó el que iba disfrazado de gorila.
—¿De qué iba vestido? —preguntó alguien más, que iba disfrazado de Pimpinela Escarlata.
—Ni idea. ¿Y tú quién eres? —le preguntó el gorila a la Pimpinela.
—Creo que iba de modelo atómico de Rutheford —dijo Robin Hood.
—Me apuesto el Nobel a que el gorila es Piccard —dijo el monje, beodo perdido—. He perdido una sandalia.
—Piccard es el que está en el rincón disfrazado de Nosferatu —aseguró Ramsés II—. Sólo se ha pintado la cara de verde. Ni siquiera se ha cambiado el traje.
—No es un disfraz… Estoy muy malito… Mejillones —balbuceó el falso Nosferatu.
—Voy a buscar a Bohr. Un tipo vestido de átomo no puede haber ido muy lejos —dijo Robin Hood.
—Si es un átomo inestable puede haberse desintegrado —dijo la valquiria entre risitas.
—Voy contigo, Robin Hood —dijo el monje sin sandalia.
Y mientras salían del palacio, intentando mantenerse en pie, oyeron un estruendo. El rey Arturo acababa de tropezar con la armadura del siglo XIII de la entrada.
—Me cago en esta puta ciudad.
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