Liam Neeson estaba dando su discurso de agradecimiento por el premio Nobel de la Paz que acababa de recibir cuando se enteró de que su familia había sido secuestrada por unos sanguinarios criminales. Se colgó la medalla al cuello y salió del auditorio determinado a rescatarlos a cualquier precio y a destrozar a los secuestradores con sus propias manos.
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La felicidad
Vivíamos en una casita en el prado. Éramos felices. Tuvimos un hijo y yo creía que nuestra vida era perfecta. Pero dos años después el pequeño se atragantó con un hueso de cereza y murió. Lo enterramos junto a la casa, en una colina. En primavera empezó a crecer un cerezo en su tumba, y allí sigue creciendo cada año. Ahora soy una persona completa: he escrito un libro, he tenido un hijo y he plantado un árbol.
Cuento de Navidad
Hacía tanto frío en el cuartucho que compartían el profesor y Pomeriggio que en agosto tuvieron que sacar el árbol de Navidad y echarlo a la chimenea. Cuando llegó la Navidad usaban el catalejo del profesor para contemplar el árbol de los vecinos de enfrente, a falta de uno propio, mientras cantaban villancicos en tono menor y al ritmo del castañetear de dientes.
—¡Caraduras! Dejad de mirar nuestro abeto, que lo vais a desgastar —les gritó una noche el vecino, y después corrió la cortina y a Pomeriggio y al profesor les invadió el sentimiento navideño, esto es, una tristeza enorme y muchísimas ganas de llorar.
Los secamanos
Nos reunimos cada jueves en el café Mañé, jugamos a las cartas, tomamos café con leche y compartimos cigarrillos. No podemos sacarnos los abrigos, pues en invierno hace un frío que pela y en verano los carteristas acechan cualquier descuido. Por supuesto que en las calurosas tardes de verano no es necesario llevar abrigo, pero es una costumbre que tenemos. Sería imperdonable que unos caballeros como nosotros jugaran a las cartas en mangas de camisa. No deja de ser un ritual, uno de tantos, pues mi abrigo se encuentra en un estado cochambroso y hace dos inviernos perdí la manga derecha al lanzar un naipe con demasiado ímpetu. Los abrigos de los demás no desentonan con el mío; al que no le faltan botones le cuelgan las solapas o tiene descosido el forro. Ninguno hace mención del deplorable aspecto de los abrigos de sus amigos, sería una afrenta. Sin embargo un día nos permitimos el lujo de carcajearnos cuando Noel, al ir a repartir cartas, se acercó demasiado a la vela y medio abrigo se evaporó en una llamarada breve y espléndida. Ahora siempre juega de lado, ocultando la parte esfumada de su abrigo.
Cuando acabamos el café con leche y empezamos con los licores Jeremías cuenta una historia fantástica. Si no lo conociéramos, bien podríamos pensar que se lo está inventando todo.
—El otro día desayunaba en una terraza, en la terraza de Chez José Luis. Yo ojeaba el periódico, pero en la mesa de al lado un grupo de ancianos sordos que alzaban la voz innecesariamente llamó mi atención. Uno de ellos, cuya dentadura luchaba por huir de su boca, decía: “¡A dónde iremos a parar!”. Y el resto asentía y lanzaba exclamaciones cómplices: “¿A dónde? ¡El acabóse! ¡Esto es un sindiós!”. “Anteayer fui a un bar”, siguió el viejo, “y ya sabéis, la próstata, en fin, ¿qué os voy a decir?”. “¡La próstata! ¡Qué horror! ¡No somos nada!”, jaleaban los demás. El viejo continuó: “Tuve que ir al excusado y al acabar me lavé las manos”. “¡Las manos! ¡Por supuesto! ¡Faltaría más”, decían los otros. “Pues bien, usé el secamanos y, por San José bendito, jamás lo hiciera. ¡Qué potencia! ¡Qué horror! Me abrasé los diez dedos. Por eso llevo las manos vendadas”, y mostró ambas manos, envueltas en gasas. “Ay, ay, ay”, exclamó otro anciano, uno con boina, “. Eso no es nada, Tomás. ¿Qué me vas a contar?” y mostró sus dos brazos, enyesados hasta el codo. “Yo tuve el infortunio de toparme con uno de estos modernos secamanos, que más que secamanos parecen sandwicheras. Introduces las manos bien extendidas y verticales y unos chorros finísimos de aire a 1000 kilómetros por hora te las secan y te las perforan. Pues bien: las falanges de los diez dedos hechas añicos. El médico me dijo que me vaya olvidando de aplaudir en lo que me queda de vida, pues los dedos me quedarán como sarmientos”. “¡Hay que ver! ¡Qué desastre! ¡Qué falta de humanidad!”. El de la boina, a modo de coda, añadió: “El doctor me dijo que cada vez le visitan más pacientes con los brazos amputados, tal es la fuerza de los secamanos. Yo no sé a qué se debe esta manía de instalar turbinas de reactor a chorro en lugar de toallas, que son mucho más seguras”. Hubo unos segundos de grave silencio, como si aquellos viejos fueran testigos impotentes de una escalada bélica por ver quién añadía más potencia a su secamanos. Finalmente habló otro viejo con gafas ahumadas: “¿Os acordáis del bar gallego que demolieron de la noche a la mañana para dejarlo hecho un solar? Pues resulta que no lo demolieron. Se ve que un incauto pulsó el botón cromado del secamanos y aquella bestia anclada a la pared, cual propulsor de un cohete Apolo, arrancó de cuajo el edificio y lo puso en órbita. En órbita es un decir. Al parecer el bar gallego y sus clientes cayeron en Albacete”. Y, por supuesto, hubo más exclamaciones. Yo acabé el desayuno y me marché, dejándolos en un estado de indignación supina.
Jubilación anticipada
Papá dijo:
—No quiero llegar a viejo y…
Se quedó pensando.
No quería llegar a viejo ¿y? ¿Sentirse solo? ¿Ser una carga? ¿Ver envejecer a mamá? No sé qué pensaba. Conocía muy poco a mi padre.
Entonces dijo:
—No quiero llegar a viejo.
Y saltó por la ventana.
Abducido ilegalmente
Testimonio de Mary Stuart Wizard, tía abuela de un abducido:
Mi nieto Jasper y su perro Yankee Doodle Dandy correteaban por las frescas colinas de Gatorade, Florida, haciendo volar una cometa cuando de pronto vieron algo que los dejó escalofríos. La cometa se había tergiversado con un objeto que los miraba no a gran distancia del suelo, describiendo grandes esferas circulares. Yankee Doodle Dandy ladraba al objeto del ojo que trazaba esferas redondas cada vez más largas. Era un objeto brillante de no más de 16 colores, según me contó Jasper, aunque no sabría si creerlo porque es un gran muchacho pero ha salido a su abuelo Zebulón y miente más que un congresista. Yankee Doodle Dandy cada vez ladraba con más interés al objeto que, poco a poco, se había enredado definitivamente con la cometa de mi nieto. Entonces, de golpe y pronto, un zumbido como de abejas eléctricas resonó por los alrededores y un brazo mecánico provisto de unas tijeras salió de la esfera que miraba a mi nieto y al perro. El brazo que zumbaba intentó cortar el hilo de la cometa pero fue un vano fracaso. El zumbido se hizo tan estridente que el perro ladraba como los lobos y raspó a Jasper en el antepecho produciéndole un gran dolor. En ese momento la esfera los miraba enloquecida, cambiando drásticamente de color, subiendo y bajando a una velocidad invernal hasta que no pudo más y colisionó destruyendo casi por completo un manzano. Jasper estaba con un gran susto en las mejillas y se orinó de vientre encima. Yankee Doodle Dandy hizo acopio y también se orinó sobre las patas traseras. La esfera estaba en silencio, cuando de pronto se desenroscó una puerta lateral del objeto y de él aparecieron súbitamente dos seres de tamaño menor. Los dos llevaban escafandras y cartucheras y se acercaban repetidamente a mi nieto que los observaba interesante pero con un claro terror.
Antes de establecer contacto alguno con mi nieto se deshicieron del perro desintegrándolo con unos rayos profesionales. Jasper estaba tan miedoso que rompió en jadeos y pidió ayuda a los seres que se le acercaban rodeándolo por la izquierda.
Uno de los intrusos golpeó el cuerpo superior de mi nieto con una herramienta oxidada y Jasper no pudo hacer nada mejor que caer inconsciente. Cuando recuperó los sentimientos se dio cuenta que no había soñado nada porque el hecho era real como el agua. Estaba en el interior de la esfera y todo le brillaba a sus alrededores. Cuatro seres pequeños y desnudos lo tocaban investigando y lo cubrían de pies a manos con saliva alienígena. Jasper lloró un rato y cuando dejó de llorar le dieron una paliza y lo lanzaron de la órbita al suelo.
Cuando mi nieto se despertó otra vez, descubrió dolores por todos los huesos clásicos y vio cenizas en el suelo cerca de la cometa destrozada. Volvió a casa solo, sin Yankee Doodle Dandy y su madre le dio una azotaina antes de llevarlo a urgencias para que le reconocieran de los daños.