Liam Neeson estaba dando su discurso de agradecimiento por el premio Nobel de la Paz que acababa de recibir cuando se enteró de que su familia había sido secuestrada por unos sanguinarios criminales. Se colgó la medalla al cuello y salió del auditorio determinado a rescatarlos a cualquier precio y a destrozar a los secuestradores con sus propias manos.
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La felicidad
Vivíamos en una casita en el prado. Éramos felices. Tuvimos un hijo y yo creía que nuestra vida era perfecta. Pero dos años después el pequeño se atragantó con un hueso de cereza y murió. Lo enterramos junto a la casa, en una colina. En primavera empezó a crecer un cerezo en su tumba, y allí sigue creciendo cada año. Ahora soy una persona completa: he escrito un libro, he tenido un hijo y he plantado un árbol.
Ignorancia
De todo lo extravagante que me ha pasado en los últimos años, una pandemia no es ni lo más llamativo ni lo más inesperado.
Me gustaría dar detalles, pero, por respeto a los vivos y, sobre todo, para no dar bola a los que con gran tenacidad han hecho lo posible para que esté donde estoy, no lo haré. Como en el fútbol, lo importante es el resultado: en mi caso, depresión.
La depresión es como una gripe tediosa. Nadie sale de una gripe más sabio o habiendo aprendido grandes cosas.
No es raro creer que la depresión es un castigo de un dios inmisericorde.
Al menos una pandemia no es algo que me tome como una cosa personal. De alguna manera me reconforta. Por primera vez en mucho tiempo hay una cierta coherencia entre lo que pasa dentro de mi cerebro y lo que pasa fuera.
De repente las pesadillas que tengo cada noche no parecen tan pesadillas. La sensación de no entender nada es menos desagradable.
En fin, que mi mundo era bastante loco desde hace tiempo y ahora me siento un poco más acompañado.
En realidad, en cuatro años, el único momento de paz que recuerdo haber tenido fue la semana que estuve ingresado en el hospital, el año pasado.
No me sentía responsable de nada. Nadie esperaba nada de mí. Dormí bien. No tuve miedo. Tampoco lo echo de menos, claro. Eso de que te vengan a pinchar cada ocho horas no es divertido y las enfermeras que me atendieron no tenían sentido del humor. «No me pinche más, por favor. Lo confesaré todo», le dije sin mucho éxito a una. Con los días fui descubriendo que si les daba conversación no tardaban nada en dejar entrever qué era lo que las hacía profundamente infelices.
En cuanto me dieron el alta fui al bar del hospital a tomar un café con mis padres. Mientras estás ingresado no te dejan entrar. El pijama te delata.
Los que nos escapábamos a fumar mirábamos con envidia a la gente sana, a los que podían llevar pantalones, a los que podían tomarse un café en el bar.
La metáfora es demasiado obvia, creo.
Por eso era importante volver al mundo de los sanos y tomar un café en ese bar. Estaba contento. No me iban a pinchar más, me había despedido cordialmente de todas las enfermeras tristes y podría volver a dormir en mi cama. Podría volver a las pesadillas habituales.
«Mañana viene la señora de la limpieza», dijo mi padre, «o sea que tendrás que madrugar».
En ese momento aquello era de las cosas que menos me importaban y, por supuesto, de las que menos ganas tenía de oir y así se lo hice saber a mi padre.
Estuvo casi una semana sin hablarme.
No siento que tenga que perdonarle ni que tenga que reprochárselo. Sólo es una constatación de algo sabido. Ya lo intuía antes de estar deprimido. Las personas somos así. Cada uno reacciona como puede y, la mayoría de veces, no es algo personal.
Así que no, la depresión no me ha enseñado nada de momento. Si algo he aprendido ha sido de forma tangencial, gracias a tener tanto tiempo libre, a estar expuesto a conductas miserables y a convivir con mis padres por primera vez desde que tenía 18 años.
Mis padres son imperfectos, como todo el mundo, pero no saben que yo lo sé. No saben que me esfuerzo para vivir con sus manías mientras intento hacer las paces con las mías.
Siguen intentando educarme y, aunque desde dentro es un coñazo, resulta hasta divertido.
Desde que estamos encerrados en casa, padres, hermana, sobrina y yo, mi único objetivo ha sido cuidar mi precario equilibrio mental. Y eso, por desgracia, es un trabajo a jornada completa.
Ellos se sienten a gusto pasando el día juntos. Yo no. A ellos no les molesta el ruido y lo practican con jolgorio. Yo no lo soporto.
Hace un par de meses que no voy al psiquiatra. La última vez me cambió la medicación y, visto en retrospectiva, fue muy mala idea. No está funcionando. No tiene ningún efecto positivo y, en cambio, estoy disfrutando de todos los efectos secundarios que promete el prospecto.
Es decir, que tengo bastante trabajo aguantándome a mí mismo. Y es por eso que cuando mis padres me reprochan que no pase más tiempo con ellos, que estoy encerrado todo el día, que soy como un mueble, prefiero callarme.
No entenderían la broma. Tendría que repetirles otra vez todo lo que me ha pasado en los últimos años, todo lo que todavía no he aprendido, todo lo que nunca entenderé, todas las pesadillas, todo este puto horror, todas las veces que me ha dado igual estar vivo o muerto, todos los últimos cumpleaños que han sido funerales.
Que el Buen Señor os libre de tener que estar encerrado con alguien que no sabe lo que es estar solo. Que no sabe que hay cosas que nunca entenderás y que tienes que convivir con ello.
Me ingresaron en el hospital por una inflamación en un ganglio. Después de seis meses de pruebas me dieron el alta definitiva: no saben qué tuve.
Bloqueig creatiu #147: accepto suggeriments dels internautes i el que passa a continuació et sorprendrà
OK. L’havien ensarronat molt. O més aviat s’havia enredat tot sol per simple desesperació.
“Sigues tu mateix, sigues tu mateix”, li havien dit els cirurgians quan ja era al quiròfan amb el genoll rasurat. Ell havia pensat que només l’hi deien per relaxar-lo, perquè així la manca d’anestèsia resultaria menys òbvia.
Qui sóc jo?, es preguntava mentre un dels cirurgians engegava el generador de querosè. Jo què sé. Jo què sé. Querosè. Feia olor de querosè, la taula d’operacions vibrava i el soroll era desagradable. Els veïns picaven a la paret.
—Atureu la merda aquesta, hòstia, que no sentim la tele.
Els cirurgians van connectar el percutor pneumàtic.
—Ara potser et molestarà una mica —va dir un d’ells.
Aquell hospital era de molt baixa qualitat. Pensava queixar-se a recepció, si és que sobrevivia.
En trenta anys de carrera professional, ni una lesió, i justament ara, als 85 anys, una setmana abans del partit d’exhibició, de la forma més tonta, relliscant amb una anxova i caient per la finestra, s’havia fet una contusió al menisc.
Una setmana més tard, encara amb molèsties al genoll, era al vestidor. L’embenatge que li havia fet el fisioterapeuta era efectiu, sí, però també un xic aparatós. Les dues barres de gel de metre i mig li farien nosa si havia d’esprintar.
Tot i això en Campbell es va cordar les bambes amb un triple nus gòtic, es va apujar els mitjons fins l’escrot, el short fins les aixelles i el polo se’l va enroscar al cap, a modus de turbant. Va agafar la raqueta i va sortir a la pista renquejant però digne.
El públic va aplaudir una mica desconcertat quan va aparèixer aquell iaio escanyolit disfressat de faquir.
Una senyoreta es va desmaiar a la grada, fins i tot. La gent, que és molt puta, mormolava “Aquest és en Campbell?”, “Quina decrepitud, verge santa!”
En Campbell, que feia més de vint anys que s’havia retirat del circuit professional de la GTA, no recordava gairebé res d’aquell esport. Hi ha herba, es va dir, o sigui que això deu ser la pista. El va sobtar que hi hagués ratlles de guix al terra. Tot això és nou. La ciència, Déu n’hi do. Va afinar la vista i, a l’altra banda de la xarxa, va reconèixer el seu rival, el seu arxienemic: Percival Roi de Tout-i-plein, el rei del passing shot, el marquès del contrapeu, el Garibaldi del drive creuat. Ah, quants anys des de l’últim match point. El recordava perfectament. Al torneig de Calahorra, on aquell malparit li havia remuntat un 38-0. La incipient tecnologia de la terra batuda li havia anat a la contra. Era una superfície que encara estava a les beceroles i la pista era un camp de pedrots. El va derrotar contra tot pronòstic, dues setmanes després arribava al Pol Nord i al novembre feia el cim de l’Everest, guanyant així un, tot sigui dit, merescudíssim Grand Slam.
Però la derrota no havia estat la pitjor humiliació. Percival, el miserable, va començar a fer mofa del seu cognom: Sopinstaine. A les columnes d’opinió del Reus Morning Herald se’n fotia obertament d’aquell nom que “era més propi d’un cuiner que d’un tenista professional”.
Per això, ferit en l’orgull, en Sopinstaine va renegar del cognom patern i en va adoptar el d’una cosina segona de Bòsnia-Hercegovina: Campbell.
Va mirar la grada. Es va marejar. Per un moment li va fer la impressió que tot el públic eren lloros. Va estar a punt d’arrojar.
No podien ser lloros, impossible, ja que allà tot estava en silenci. Aleshores va veure al galliner de tribuna, allà on es concentraven els seguidors ultres d’en Percival Roi d’etc, etc, una pancarta molt gansa amb el careto del seu rival.
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La fotografia, sens dubte, era antiga, ja que Percival vorejava els 84. Potser s’havia estirat la cara. El que en Campbell no entenia era el text de la pancarta, i molt menys per què la tipografia era Comic Sans.
Anyway, el públic perdia la paciència. Havien pagat una morterada per veure aquell match, un partit d’exhibició entre dues llegendes del tenis. En Campbell no estava en condicions ni de fer un rot sense perill de despreniment de tràquea i/o ictus. Molt menys de jugar un partit de tenis de gran nivell amb el seu rival històric a uns més que qüestionables 35 sets.
Però tot era per una bona causa. La recaptació anava íntegra a la Fundació Genghis Khan per Nens amb Problemes d’Equitació i a ell li donarien un entrepà de mortadel·la en acabar. Com que estava arruïnat havia acceptat ipsofàctament.
El públic ja xiulava, amb un deix d’irritació, i llençava cadires, monedes i ganivets a la pista.
Campbell estava desconcertat. No recordava quin era el protocol tenístic. Ah, merda. Si hagués llegit el Foster Wallace… Però no. En Foster Wallace encara no havia nascut, ni ganes.
I de sobte, voilà, va recordar que havia vist al cinema la pel·lícula d’Errol Flynn El tenista emmascarat, i li va venir tot el protocol de sobte, com una epifania. Havia de somriure a la grada i aixecar els braços per saludar. I ho va fer amb ímpetu. La dentadura postissa li va caure al terra. L’herba estava un xic alta i va caldre que els recull pilotes fessin servir un detector de metalls per trobar-la. Mentrestant, el fisioterapeuta va aprofitar per recol·locar-li l’omoplat dislocat.
Percival nomenrecordodelcognom s’impacientava. Tenia ganes d’acabar amb aquell paripé. Es notava que frisava perquè s’anava picant amb el dit el rellotge, mentre mirava el jutge de cadira.
El jutge, però, no el veia. Algú l’havia cagat barrejant el Sistema Mètric Decimal amb l’Imperial i ara el pobre pavo seia a 83 metres d’alçada i prou feines tenia abraonant-se al respatller per no precipitar-se a una mort segura per culpa de les ràfegues de vent que feien que aquella mena de bastida precària trontollés com la Rana Loca de la fira.
Bloqueig creatiu #146
L’havien ensarronat molt.
Tot i això Sopinstaine es va cordar les bambes amb un triple nus gòtic, es va apujar els mitjons fins l’entrecuix, el short fins les aixelles i el polo se’l va enroscar al cap, a modus de turbant. Va agafar la raqueta i va sortir a la pista fingint dignitat gentlemanesca.
El públic va aplaudir amb desconcert l’aparició d’un iaio escanyolit disfressat de faquir.
Sopinstaine, que havia vist al cinema la pel·lícula d’Errol Flynn El tenista emmascarat, sabia que el protocol l’obligava a somriure a la grada i aixecar els braços per saludar. I ho va fer amb ímpetu. La dentadura postissa li va caure al terra. L’herba estava un xic alta i va caldre que els recull pilotes fessin servir un detector de metalls per trobar-la. Mentrestant, el fisioterapeuta va aprofitar per recol·locar-li l’omoplat dislocat.
Johnny Raincoat s’impacientava. Tenia ganes d’acabar amb aquell paripé. Es notava que frisava perquè anava picant amb el dit el rellotge de butxaca mentre mirava el jutge de cadira.
El jutge, però, no el veia. Algú l’havia cagat barrejant el Sistema Mètric Decimal amb l’Imperial i ara el pobre pavo seia a 83 metres d’alçada i prou feines tenia abraonant-se al respatller per no precipitar-se a una mort segura per culpa de les ràfegues de vent que feien que aquella mena de bastida precària trontollés com la Rana Loca de la fira.
Pistas
A veces el universo te da pistas. Por ejemplo, si con 46 años has tenido que volver a vivir a casa de tus padres porque has fracasado en todo lo que se espera de una persona emocionalmente sana y adulta, tienes que hacer caso a esa corazonada que te dice que igual hay que replantearse algunas cosas.
Ese es mi caso.
“Eres un fracasado, un inútil, un mierdas”. Estas palabras me torturan cada noche al meterme en la cama. Me las grita papá desde su habitación.
Sería fácil malinterpretarle, pero sé que es su manera de decirme que me quiere, pase lo que pase. Al menos es lo que me dice mamá y yo la creo. Al fin y al cabo duerme con mi padre y ha tenido sexo con él por lo menos tres veces, a no ser que mis dos hermanos sean adoptados.
Además oigo llorar a mamá cada noche, y por experiencia sé que la gente que llora mucho no miente.
Entiendo que puedan sentirse un poco decepcionados. Es lo que suelen hacer todos los padres. Pero yo les animo y les digo que no se lo tomen como algo personal. He decepcionado a un montón de gente. Incluso a alguna que otra empresa.
Creo que deberían sentirse orgullosos de mí. Me educaron ellos, no una manada de lobos salvajes. Pero es difícil hacérselo entender. No ven cómo alguien puede sentirse orgulloso de que su hijo sea una nulidad. Bueno, les digo, peor sería que me dedicara a atacar rebaños de ovejas por las noches. Eso sí que tiene que ser decepcionante, a no ser que tus padres estén como una regadera. Agradezco que me educaran mis padres y no los lobos. Quizá es que pusieron el listón demasiado alto y cualquier cosa les parece un fracaso. Si eso es así, seguro que me lo han inculcado y yo mismo estoy cayendo en la trampa de creer que lo he hecho todo mal.
Recuerdo un consejo que me dio papá: “No tengas hijos”. Le hice caso y no tengo hijos. ¿Y si ahora resulta que él está frustrado porque no le he dado un nieto?
Mi padre es un derrotista. No siempre fue así. Recuerdo que, siendo yo adolescente, a veces estaba de buen humor. Eso nos decían sus compañeros del banco. Cuando llegaba a casa todos notábamos que se había dejado la joie de vivre en el trabajo.
Mamá no. Mamá siempre ha estado triste. Y sospecho que, aunque lo adorne con palabras bonitas para no hacerme daño, yo tengo algo que ver. “En cuanto naciste tú empecé con la depresión. Y ya ves, hasta hoy, pero todo se arreglará”.
No quiero parecer un mal hijo, de esos que van hablando pestes de sus padres solamente por malmeter. No. Yo estoy orgulloso de ellos. A mí no me han decepcionado y coincido con ellos: soy un fracaso, como hijo, como integrante de la sociedad y como ser humano. Y no es que lo diga yo, ojo. Lo dice mi psicóloga, y lo que diga ella va a misa.
Hablando de misa. Supongo que también he decepcionado a Dios. Confieso que empecé muy a tope con él, pero luego la cosa se fue enfriando y nos acabamos distanciando, por mi culpa, supongo.
¿El hambre en el mundo? ¿Las guerras? Creo que es su manera de decirme que le he defraudado. Lo sé porque cada vez que veo en la televisión a uno de esos pobres niños desnutridos y me mira con sus ojos enormes llenos de dolor, me está diciendo: “Es culpa tuya”.
Y creo, humildemente, que uno tiene que prestar atención a esas señales, a menudo sutiles, que nos da el universo para decirnos: “Ojalá no hubieras nacido, hijo de la gran puta”.
¿Por qué se dice que la justicia es ciega?
La representación de la Justicia como una señora con una balanza en las manos y una venda en los ojos viene de la Grecia antigua.
Presunto de Tracia, en el siglo V a. C. cuenta que “la diosa Justina [Justicia] es ciega porque no debe saber si el reo que se postra ante ella es un rey o un patán y debe tratarlos a ambos con igual equidad”.
Durante el gobierno de Titón en Atenas (413–401 a. C.), se designó a Fitoplancton como juez supremo. Éste, en un alarde de compromiso, se arrancó los ojos para poder ser lo más ecuánime posible. Sin embargo, durante el célebre juicio de Rufo vs. Mármoles and Co., Fitoplancton descubrió que uno de los testigos era Agamenón el Pelao. Según Maimónides “distinguió su particular voz de canario flauta capado”. Así pues, el juez, procedió a arrancarse las orejas y, por si acaso, también la nariz.
Fue entonces que, en palabras de Maimónides, “la Justicia, al fin, se convirtió en un puto cachondeo”.
Congreso de Solvay, 1927
Esa tarde tuvieron libre y aprovecharon para dar un paseo por el centro de la ciudad.
La señora Curie iba del bracito con el señor Lorentz, que iba tropezando con cada adoquín.
—Me cago en esta puta ciudad.
Detrás iban los demás, en grupitos, haciendo el idiota cada vez que Langmuir plantaba el aparatoso trípode de su flamante cámara de cine. Bohr, pese a la solemnidad de sus compatriotas cineastas, se sumó a Planck y a Heisenberg, que se dedicaban a hacer el payaso.
—Háganos algo expresionista, señor Schrödinger —dijo el señor de Broglie.
Langmuir se adelantó para conseguir buenos planos de Lorentz, que se había vuelto a dar un morrazo y había perdido el bastón.
—Me cago en esta puta ciudad.
A la señora Curie, admiradora de Buster Keaton, le entró la risa floja y le costó lo suyo levantar al anciano Lorentz.
Entraron en un restaurante (Palace des Meules aux Bruxelles, creo recordar) y pidieron mejillones con patatas fritas.
El señor Piccard empezó a ponerse de color verde después del primer mejillón, y al tercero, se puso malísimo y se excusó diciendo que necesitaba tomar el aire, así que salió a la calle, se desabrochó la pechera y se tiró al suelo.
La señora Curie empezó con la risa floja otra vez:
—Tengo una anécdota. En el congreso de 1911 también fuimos a cenar mejillones con patatas fritas, por supuesto, y el bruto de Poincaré, cuando ya nos íbamos y le pregunté qué tal los mejillones me contestó que bien, pero que la cáscara un poco dura.
Hubo risas y a alguien se le escapó un pedo, aunque seguramente nadie lo oyó. Bohr y Einstein desde luego que no, porque volvían a discutir vehementemente mientras engullían mejillones.
Despertaron a Lorentz, que se había quedado traspuesto y decidieron irse porque llegaban tarde a la fiesta de disfraces en el palacio de Léopold Park.
—Piccard, por el amor de Dios, ¿qué hace tirado en la acera?
—Gmblmememegl —se excusó éste y tuvieron que llevarlo hasta el palacio cogido por los sobacos.
***
Ya eran más de las doce y al día siguiente tocaba madrugar.
—Señores, aquí concluye la fiesta de disfraces: cerramos el chiringuito —anunció el maitre.
Así que fueron saliendo ordenadamente, chocando con los muebles, en un estado de ebriedad lamentable, con los disfraces hechos harapos.
—Bohr. ¿Dónde está Bohr? —preguntó el que iba disfrazado de gorila.
—¿De qué iba vestido? —preguntó alguien más, que iba disfrazado de Pimpinela Escarlata.
—Ni idea. ¿Y tú quién eres? —le preguntó el gorila a la Pimpinela.
—Creo que iba de modelo atómico de Rutheford —dijo Robin Hood.
—Me apuesto el Nobel a que el gorila es Piccard —dijo el monje, beodo perdido—. He perdido una sandalia.
—Piccard es el que está en el rincón disfrazado de Nosferatu —aseguró Ramsés II—. Sólo se ha pintado la cara de verde. Ni siquiera se ha cambiado el traje.
—No es un disfraz… Estoy muy malito… Mejillones —balbuceó el falso Nosferatu.
—Voy a buscar a Bohr. Un tipo vestido de átomo no puede haber ido muy lejos —dijo Robin Hood.
—Si es un átomo inestable puede haberse desintegrado —dijo la valquiria entre risitas.
—Voy contigo, Robin Hood —dijo el monje sin sandalia.
Y mientras salían del palacio, intentando mantenerse en pie, oyeron un estruendo. El rey Arturo acababa de tropezar con la armadura del siglo XIII de la entrada.
—Me cago en esta puta ciudad.
Crisis
Históricamente, los valores, han sido esas cosas por las que un individuo era capaz de jugarse el cuello (y de rebanárselo a otro): el patriotismo, el honor, la disciplina, la palabra de Dios, la libertad, la democracia…
Después de comprobar en dos guerras mundiales y alguna guerra civil cómo muchos valores no se llevan nada bien con el armamento pesado, los europeos llegamos a un acuerdo tácito: no vamos a jugarnos el cuello por nada. Para mí es una suerte, desde luego.
No sé qué valores tengo. Hablo de valores, no de buenas intenciones. Todos queremos un mundo mejor, estoy seguro. Pero al estar vacunado contra principios que causaron millones de muertos en el siglo XX, no sé en qué creer.
¿Cuáles podrían ser mis valores? Quizá el pacifismo, el ecologismo, la igualdad, la tolerancia… Como son ideas por las que difícilmente estoy dispuesto a dejarme rebanar el pescuezo, las puedo ignorar cuando convenga. Son lo que se llama “valores débiles”.
A falta de otra cosa, me conformo con discutir. Formo parte de la sociedad más preparada de la historia para indignarse y ofenderse por cualquier cosa. Desde la desigualdad en el mundo hasta por un anuncio donde salen enanos. Discutimos sobre si hay que prohibir un cartel que ofende a alguien o si es inmoral que el 12 de octubre sea festivo. Hay opiniones de todo tipo, y, por lo tanto, más motivos para sentirse ofendido.
Con la ayuda de internet vivimos una edad dorada de las discusiones bizantinas, esos apasionados debates de los europeos del siglo XV sobre el sexo de los ángeles. (Es casi poético que hoy se discuta con igual vehemencia sobre la identidad sexual o el género de las personas.)
En el siglo XV, mientras los bizantinos se entretenían con esas discusiones, los otomanos conquistaron Constantinopla. Sería muy extraño que los otomanos volvieran a conquistar Constantinopla, ese no es el asunto. El que no cree en nada lleva las de perder, porque siempre hay quien cree en lo suyo. Llevo las de perder. En ese aspecto me siento muy europeo.
Como en tantas otras familias, uno de mis abuelos luchó por la libertad y por la democracia. El otro era un rojazo.
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