Ignorancia

De todo lo extravagante que me ha pasado en los últimos años, una pandemia no es ni lo más llamativo ni lo más inesperado.

Me gustaría dar detalles, pero, por respeto a los vivos y, sobre todo, para no dar bola a los que con gran tenacidad han hecho lo posible para que esté donde estoy, no lo haré. Como en el fútbol, lo importante es el resultado: en mi caso, depresión.

La depresión es como una gripe tediosa. Nadie sale de una gripe más sabio o habiendo aprendido grandes cosas.

No es raro creer que la depresión es un castigo de un dios inmisericorde.

Al menos una pandemia no es algo que me tome como una cosa personal. De alguna manera me reconforta. Por primera vez en mucho tiempo hay una cierta coherencia entre lo que pasa dentro de mi cerebro y lo que pasa fuera.

De repente las pesadillas que tengo cada noche no parecen tan pesadillas. La sensación de no entender nada es menos desagradable.

En fin, que mi mundo era bastante loco desde hace tiempo y ahora me siento un poco más acompañado.

En realidad, en cuatro años, el único momento de paz que recuerdo haber tenido fue la semana que estuve ingresado en el hospital, el año pasado.

No me sentía responsable de nada. Nadie esperaba nada de mí. Dormí bien. No tuve miedo. Tampoco lo echo de menos, claro. Eso de que te vengan a pinchar cada ocho horas no es divertido y las enfermeras que me atendieron no tenían sentido del humor. «No me pinche más, por favor. Lo confesaré todo», le dije sin mucho éxito a una. Con los días fui descubriendo que si les daba conversación no tardaban nada en dejar entrever qué era lo que las hacía profundamente infelices.

En cuanto me dieron el alta fui al bar del hospital a tomar un café con mis padres. Mientras estás ingresado no te dejan entrar. El pijama te delata.

Los que nos escapábamos a fumar mirábamos con envidia a la gente sana, a los que podían llevar pantalones, a los que podían tomarse un café en el bar.

La metáfora es demasiado obvia, creo.

Por eso era importante volver al mundo de los sanos y tomar un café en ese bar. Estaba contento. No me iban a pinchar más, me había despedido cordialmente de todas las enfermeras tristes y podría volver a dormir en mi cama. Podría volver a las pesadillas habituales.

«Mañana viene la señora de la limpieza», dijo mi padre, «o sea que tendrás que madrugar».

En ese momento aquello era de las cosas que menos me importaban y, por supuesto, de las que menos ganas tenía de oir y así se lo hice saber a mi padre.

Estuvo casi una semana sin hablarme.

No siento que tenga que perdonarle ni que tenga que reprochárselo. Sólo es una constatación de algo sabido. Ya lo intuía antes de estar deprimido. Las personas somos así. Cada uno reacciona como puede y, la mayoría de veces, no es algo personal.

Así que no, la depresión no me ha enseñado nada de momento. Si algo he aprendido ha sido de forma tangencial, gracias a tener tanto tiempo libre, a estar expuesto a conductas miserables y a convivir con mis padres por primera vez desde que tenía 18 años.

Mis padres son imperfectos, como todo el mundo, pero no saben que yo lo sé. No saben que me esfuerzo para vivir con sus manías mientras intento hacer las paces con las mías.

Siguen intentando educarme y, aunque desde dentro es un coñazo, resulta hasta divertido.

Desde que estamos encerrados en casa, padres, hermana, sobrina y yo, mi único objetivo ha sido cuidar mi precario equilibrio mental. Y eso, por desgracia, es un trabajo a jornada completa.

Ellos se sienten a gusto pasando el día juntos. Yo no. A ellos no les molesta el ruido y lo practican con jolgorio. Yo no lo soporto.

Hace un par de meses que no voy al psiquiatra. La última vez me cambió la medicación y, visto en retrospectiva, fue muy mala idea. No está funcionando. No tiene ningún efecto positivo y, en cambio, estoy disfrutando de todos los efectos secundarios que promete el prospecto.

Es decir, que tengo bastante trabajo aguantándome a mí mismo. Y es por eso que cuando mis padres me reprochan que no pase más tiempo con ellos, que estoy encerrado todo el día, que soy como un mueble, prefiero callarme.

No entenderían la broma. Tendría que repetirles otra vez todo lo que me ha pasado en los últimos años, todo lo que todavía no he aprendido, todo lo que nunca entenderé, todas las pesadillas, todo este puto horror, todas las veces que me ha dado igual estar vivo o muerto, todos los últimos cumpleaños que han sido funerales.

Que el Buen Señor os libre de tener que estar encerrado con alguien que no sabe lo que es estar solo. Que no sabe que hay cosas que nunca entenderás y que tienes que convivir con ello.

Me ingresaron en el hospital por una inflamación en un ganglio. Después de seis meses de pruebas me dieron el alta definitiva: no saben qué tuve.