Crisis

Históricamente, los valores, han sido esas cosas por las que un individuo era capaz de jugarse el cuello (y de rebanárselo a otro): el patriotismo, el honor, la disciplina, la palabra de Dios, la libertad, la democracia…

Después de comprobar en dos guerras mundiales y alguna guerra civil cómo muchos valores no se llevan nada bien con el armamento pesado, los europeos llegamos a un acuerdo tácito: no vamos a jugarnos el cuello por nada. Para mí es una suerte, desde luego.

No sé qué valores tengo. Hablo de valores, no de buenas intenciones. Todos queremos un mundo mejor, estoy seguro. Pero al estar vacunado contra principios que causaron millones de muertos en el siglo XX, no sé en qué creer.

¿Cuáles podrían ser mis valores? Quizá el pacifismo, el ecologismo, la igualdad, la tolerancia… Como son ideas por las que difícilmente estoy dispuesto a dejarme rebanar el pescuezo, las puedo ignorar cuando convenga. Son lo que se llama “valores débiles”.

A falta de otra cosa, me conformo con discutir. Formo parte de la sociedad más preparada de la historia para indignarse y ofenderse por cualquier cosa. Desde la desigualdad en el mundo hasta por un anuncio donde salen enanos. Discutimos sobre si hay que prohibir un cartel que ofende a alguien o si es inmoral que el 12 de octubre sea festivo. Hay opiniones de todo tipo, y, por lo tanto, más motivos para sentirse ofendido.

Con la ayuda de internet vivimos una edad dorada de las discusiones bizantinas, esos apasionados debates de los europeos del siglo XV sobre el sexo de los ángeles. (Es casi poético que hoy se discuta con igual vehemencia sobre la identidad sexual o el género de las personas.)

En el siglo XV, mientras los bizantinos se entretenían con esas discusiones, los otomanos conquistaron Constantinopla. Sería muy extraño que los otomanos volvieran a conquistar Constantinopla, ese no es el asunto. El que no cree en nada lleva las de perder, porque siempre hay quien cree en lo suyo. Llevo las de perder. En ese aspecto me siento muy europeo.