En la cocina de casa tenemos colgadas fotos. Algunas son muy extrañas, como una de mi tío junto al presidente chino, o una foto carnet de la que fue mi novia durante veinte años. Aunque hace mucho que dejamos de ser novios ahí seguía. ¿Por qué no la había quitado? Pues muy fácil: porque me dolerá más el vacío que dejará.
No llevo nada bien perder a gente que quiero. Nada bien. Supongo que la mayoría de gente es capaz de superarlo. Yo no.
El 2 de enero de 2009 estaba en Nueva York con mis padres, mi hermana y mi novia (la de la foto). Caminábamos por el Lower Manhattan y nos encontramos, de casualidad, una estación de bomberos, la Ladder 8. Todavía estaba decorada con guirnaldas navideñas.
No recuerdo quién, pero alguien sacó una foto. Gracias a eso descubrí, mucho después, que aquella es la estación de bomberos de los cazafantasmas. Esa foto la he perdido.
Cerca de la puerta había una placa en memoria de un bombero de aquella compañía muerto el 11 de septiembre de 2001. No recuerdo su nombre.
Al cabo de poco llegamos a la zona cero, un gigantesco solar vallado y delimitado por altos plafones de madera. Solo sobresalían pequeñas grúas y el humo negro de alguna excavadora. Estaban trabajando, retirando tierra. Nada hacía recordar lo que había habido allí. Nada. Solo había gente trabajando en un solar, en un vacío.
Me impresionó muchísimo.
En 1997 subí a una de las Torres Gemelas. Estuve en el piso 110 y en la azotea, a unos cuatrocientos metros de altura. Recuerdo cómo se me taparon los oídos al subir en el ascensor. Recuerdo que en último piso había un ingenio mecánico que, con ruedas dentadas y vete tú a saber qué otros mecanismos internos, convertía dos monedas de colores diferentes en una figura de metal.
Hace exactamente 16 años, cuando vi, al igual que medio mundo, cómo se hundía la torre, lo primero que me vino a la mente fue esa máquina, ese artilugio de feria.
Recuerdo ese día como una pesadilla.
Justo al lado del espacio que ocupaba el World Trade Center está la capilla de Saint Paul, la más antigua de Manhattan. Se salvó por muy poco.
El 2 de enero de 2009 hacía mucho frío. Todos quisieron entrar a la capilla, pero yo preferí quedarme fuera. Aquel sitio se había convertido en un memorial del 11-S. No me atreví a enfrentarme a eso. Me senté en un banco de piedra y fumé mientras miraba las lápidas del pequeño cementerio que hay a la entrada. Son lápidas antiquísimas, de la época de la independencia americana. También miré la enorme campana, regalo de las autoridades londinenses en señal de hermandad con la ciudad de Nueva York y que se hace sonar cada 11 de septiembre.
Pero sobre todo miré el solar del World Trade Center, miré el altísimo vacío, miré a los obreros, a los policías, a los peatones y me pregunté cómo habían sido capaces de salir adelante, de seguir con la vida, de acercarse ni siquiera a aquel lugar. Si yo tuve que hacer un esfuerzo gigante para no echarme a llorar y empezar a abrazar a desconocidos, no puedo imaginar ni por un momento cómo les cambió la vida a todas aquellas personas y el duelo que tuvieron que pasar.
Mucho más tarde, cuando vi las fotos que había hecho mi novia dentro de la capilla, no sé qué sentí. Cientos de notas, fotos de recuerdo, cientos de insignias de policías y bomberos de todo el país… Me alegré de no haber entrado. Aquello era El Dolor, condensado e hiperrealista. Y la imagen que más se me ha grabado en la memoria es la de un traje y un equipo de bombero, destrozado, lleno de ceniza y polvo, expuestos en una vitrina. Un bombero cualquiera, como el de la placa de la Ladder 8.
El 11 de septiembre de 2001 murieron 343 bomberos. Lo vimos en directo. No sé si el uniforme de la capilla de Saint Paul pertenecía a un superviviente. Espero que sí.
Aquel lugar al que no quise entrar era un continuo recordatorio de pérdida y de ausencia, de gente que no va a volver. Es tristísimo, pero a la vez es hermoso. Es una prueba de que alguien que existió y ya no existe es recordado por otras personas que le siguen queriendo. Todas esas fotos y esos mensajes son simples hojas de papel que se ponen para cubrir el vacío.
Han pasado 16 años desde el 11-S y todavía me estremece recordarlo, lo prometo. No tengo ganas de volver a Nueva York. El solar desapareció hace tiempo. No puedo volver allí. Tengo mi propio vacío. Solo recordaría que, durante unos días de invierno de 2009 fui feliz con alguien que ya no está en mi vida.
Sí, llevo fatal lo de las pérdidas. Ridículamente mal. Por eso hay tantos lugares que evito: porque falta algo; alguien, en realidad. Mis heridas no cicatrizan como debieran.
Hace unas semanas quité de la cocina la foto de mi exnovia. Fue como arrancarme veinte años de la vida. Y, por supuesto, cada vez que miro el sitio donde estaba, siento el vacío.