Hace cinco años estuve en Corea del Norte. Fuimos a entrevistar a Alejandro Cao de Benós, el único extranjero con cargo político (creo recordar) en aquel paraíso. Un día nos llevaron de pícnic. El sitio era muy raro. No sé si los guías pretendían impresionarnos con algo que para ellos era poco menos que el jardín del Edén o si (lo más probable) simplemente nos perdimos y los cuatro o cinco comisarios que iban siempre con nosotros le dijeron al conductor del minibús: «Aquí mismo, junto a la cuneta».
Colocamos los manteles a cuadros y las cestas de comida sobre el lecho reseco de un río, colaborando como camaradas, intentando no resbalar con los cantos rodados. Todo era un inmenso pedregal. Encontrar una piedra lo bastante grande como para sentarte en ella era inútil. Intentar que las botellas o los platos no cayesen entre los pedruscos requería una destreza que solo se consigue tras muchos años trabajando en el circo.
Una vez instalados (es un decir) y habiéndonos asegurado de que nuestros movimientos no iban a provocar ningún desprendimiento o alud de cantos rodados, pude alzar la vista y contemplar la majestuosidad del paraje. A un lado, la carretera. Al otro, una pared de tierra que no dejaba ver nada. Delante, un larguísimo pedregal con charcos intermitentes al cual me referiré como «arroyo». Detrás, un hotel gigantesco, una especie de pirámide de cemento, una muestra exquisita del estilo arquitectónico norcoreano (que puede definirse como «¿qué demonios es esta monstruosidad?»
Rompiendo la monotonía del paisaje había basura, plásticos, latas, esparcidos aquí y allá (y «aquí» quiere decir entre mantel y mantel).
La comida (que fue lo más decepcionante de la excursión, con diferencia) transcurrió sin lesionados de gravedad. Entonces me puse a charlar con Alejandro Cao. Es una persona inteligente, con sentido del humor y equivocada. Muy equivocada, a mi juicio. Me explicó su experiencia en el ejército español y otras cosas sorprendentes y, como no podía ser de otra manera, surgió el tema de las armas nucleares.
Yo acababa de leer «El dilema del prisionero», un libro que habla de la Teoría de Juegos, de John Von Neumann y de la importancia que tuvo esa rama de las matemáticas a la hora de tomar decisiones durante la Guerra Fría. Simplificando mucho (y desde mi conocimiento amateur) las teorías de juegos intentan explicar cómo debe jugar uno cuando no conoce las cartas del adversario. Es decir, qué debían hacer los norteamericanos con su arsenal nuclear ante la amenaza atómica soviética.
Le pregunté a Alejandro si había oído hablar de la Teoría de Juegos y me dijo que no y que le interesaba saber qué era. Yo tengo la tendencia a pegar el rollo padre sobre temas de divulgación científica a la mínima que veo un resquicio. Me apasiona, pero a mucha gente no y supongo que tampoco estoy dotado para la divulgación amena, así que el interés de mi público cae de forma estrepitosa a los dos minutos de bla, bla, bla, neutrones, bla, bla, las matemáticas son poesía, bla, bla, bla.
Por primera vez en mucho tiempo tenía a tiro a alguien dispuesto a que le pegara la chapa. Se me abrieron las puertas del cielo y lo aproveché. Le expliqué cómo, según la teoría, uno puede beneficiarse en una escalada armamentística. Le conté lo que es un juego de suma cero y un juego de suma distinta de cero. Y él me escuchó atentamente y, cuando acabé, me dijo que investigaría más sobre el tema.
Llevado por el entusiasmo del momento olvidé que no sé nada de matemáticas, ni de física, así que, seguramente, le expliqué todo mal. También olvidé que estaba hablando con alguien que trabaja para el gobierno de Corea del Norte y que me acababa de decir que no tendría ningún reparo en usar armas atómicas «ante una agresión del enemigo». Luego me arrepentí un poco, aunque no mucho. La posibilidad de haber contribuido (aunque sea mínimamente) a un holocausto nuclear empalidece ante la fenomenal perspectiva de que, algún día, me dediquen una calle en Pyongyang.
Han pasado cinco años y el joven Kim Jong-un no hace más que tensar la cuerda con Corea del Sur. Cada vez que les manda un pepinazo pienso en mi modesta contribución al conflicto en particular y a la estupidez en general.