De camino a Saint Etienne-sur-Patins me detengo en la Bretaña para conversar con Zizou Le Pen, la madre del líder conservador. Es una anciana afable, que nos recibe a mí y a Cristophe, mi chófer negro, mariquita y masón, con una amplia sonrisa y Con un rifle, respectivamente. Aconsejo a Cristophe que no me meta en líos y que se quede en el coche mientras madame Le Pen me invita a entrar en su casita. Es un lugar acogedor, arreglado con barroca austeridad. La señora Le Pen me invita a unas pastas de te conseguidas en el mercado negro durante la ocupación nazi y me cuenta su vida con un hilillo de voz atronador. No puedo evitar distraerme por el continuo crujir de los goznes de un amplio ventanuco y le pido permiso para intentar solucionar el problema mientras ella prosigue el relato, toda una declaración de principios en pos del mestizaje y la tolerancia. Muy a mi pesar me veo obligado a interrumpir su verborrea y me despido abruptamente, pues mientras me apostaba en el ventanuco he contemplado como unos jovenzuelos amordazaban a Cristophe, lo introducían en un saco y lo lanzaban al mar desde un despeñadero.